Aire.
—Tenemos otra loca; pero ésa, interesante —díjome el director del manicomio,
después de la descorazonadora visita al departamento de mujeres—. Otra loca que
forma el más perfecto contraste con las infelices que acabamos de ver, y que se
agarran al gabán de los visitantes, con risa cínica... Y figúrese usted que
esta loca está enamorada; pero enamorada hasta el delirio. No habla más que de
su novio, el cual, por señas, desde que la pobrecilla ha sido recluida aquí, no
vino a verla ni una vez sola. Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor,
estaría completamente cuerda. Verdad que lo mismo les pasa a muchos mortales.
La pasión es quizá una forma transitoria de la alienación mental, desde que nos
hemos civilizado.
—No —contesté—. En la Antigüedad precisamente es donde se encuentran los casos
característicos de pasión: Fedra, Mirra, Hero y Leandro.
—¡Ah! Es que ya entonces estaba civilizada la especie. Yo me refiero a épocas
primitivas.
—Sabe Dios —objeté— lo que pasaba en esas épocas, de las cuales no nos han
quedado testimonios ni documentos. Lo indudable es que el sufrir tanto por
cuestión de amor es uno de los tristes privilegios de la Humanidad, signo de
nobleza y castigo a la vez. ¿Se puede ver a esa muchacha?
—Vamos; pero antes pondré a usted en algunos antecedentes. Ésta es una joven
bien educada, hija de un empleado, que se quedó huérfana de padre y madre y
tuvo que trabajar para comer. Se llama, deje usted que me acuerde, Cecilia,
Cecilia Bohorques. Quiso dar lecciones de piano, pero no era lo que se dice una
profesora, y por ese camino no consiguió nada. Pretendió acompañar señoritas, y
le contestaron en todas partes que preferían francesas o inglesas, con las
cuales se aprende... ¡sabe Dios qué! Entonces, la chica se decidió a coser por
las casas, y en esta forma ya encontró medio de vivir: dicen que tiene
habilidad y gracia para la cuestión de trapos. Se la disputaban y la traían en
palma sus clientes. De su conducta todo el mundo se deshacía en alabanzas.
Entonces la salió un novio, el hijo del médico Gandea, muchacho guapo, algo
perdido. Amoríos, vehementes, una novela en acción. Según parece, el muchacho
quería llevar la novela a su último capítulo, y ella se defendía, defensa que tiene
mucho mérito, porque, repito, y los hechos lo han demostrado, que se encontraba
absolutamente bajo el imperio de la más férvida ilusión amorosa. Una de las
señales que caracterizan el poderío de esta ilusión es el efecto
extraordinario, absolutamente fuera de toda relación con su causa, que produce
una palabra o una frase del ser querido. Dijérase que es como palabra del
Evangelio, que se graba indeleblemente en los senos mentales, y de la cual se
deriva, a veces, todo el contenido de una existencia humana ¡Extraño dominio
psíquico el que otorga la pasión!
El novio de Cecilia, al final de las escenas en que él solicitaba lo que ella
negaba dominando todo el torrente de su voluntad rendida, solía exclamar en
tono despreciativo:
—¡Tú no eres nadie; eres más fría que el aire!
Con su asonamiento y todo, la frasecilla acusadora se clavó como bala bien
dirigida dentro del espíritu de la muchacha, y allí quedó, engendrando un
convencimiento profundo. Ella era, seguramente, aire no más. Lo repetía
a todas horas.
—Y ésta fue la primera señal que dio de su trastorno—. Como que no hizo otra
cosa de raro, ni menos de inconveniente. Con el mismo aspecto de pudor y de
reserva que va usted a verla ahora, siguió presentándose en las casas de las
señoras para quienes trabajaba, y de estas señoras ha partido la idea de
traerla aquí, a fin de que yo intente su curación. Se interesan por ella
muchísimo.
—¿Y usted espera que cure?
—No —respondió el médico en tono decisivo y melancólico—. La experiencia me ha
demostrado que estas locuras de agua mansa, sin arrebatos, sonrientes, dulces,
apacibles en apariencia, son las que agarran y no se van. No temo a las
brutales locuras de la sangre, sino a las poéticas, las refinadas, las
delicadas, las finas. Yo les he puesto, allá en mi nomenclatura interna, este
nombre: locuras del aire.
—¡Como la de Ofelia! —respondí.
—Como la de Ofelia, justamente. Aquel gran médico alienista que se llamó —o no
se llamó— Guillermo Shakespeare, conocía maravillosamente el diagnóstico y el
pronóstico...
Después de estas palabras de mal agüero, el médico me guió a la celda de la
loca del aire. Estaba muy limpio el cuartito, y Cecilia, sentada en una
silleta baja, miraba al través de la reja, con ansia infinita, el espacio azul
del cielo y el espacio verde del jardín. Apenas volvió la cabeza al saludarle
nosotros. Era la demente una muchacha delgadita y pálida; sus facciones
aniñadas, menudas, serían bonitas si las animasen la alegría y la salud; pero
es cierto que hay muy pocas locas hermosas, y Cecilia no lo era sino por la
expresión realmente divina de sus grandes ojos negros cercados de livor azul y
enrojecidos por el llanto cuando respondió a nuestras preguntas:
—¡Va a venir, va a venir a verme de un momento a otro! ¡Me quiere a perder, y
yo, vamos, no sé decir lo que le quiero! Lo malo es que, acaso, al tiempo de
venir, ya no me encontrará. Porque yo, aquí donde ustedes me ven, no soy nada,
no soy nadie. ¡Soy más fría que el aire! Como que soy eso, aire.
No tengo cuerpo, señores. ¡Y como no tengo cuerpo, no he podido obedecerle con
el cuerpo ¿Se puede obedecer con lo que uno no tiene? ¿Verdad que no? Yo soy aire
tan solamente. ¿No me creen? Si no fuese esa reja, verían cómo es verdad que
soy aire. Y el día que quiera, a pesar de la reja, se convencerán de que
aire soy. ¡Y nada más que aire! Él me lo dijo, y él dice siempre
la verdad. ¿Saben ustedes cuándo me lo dijo la primera vez? Una tarde que
fuimos de paseo a orillas del río, a las Delicias. ¡Qué bien olía el campo! Él
me quería estrechar, y como soy aire, no pudo. ¡Y claro! ¡Se convenció!
¡Soy aire, aire solamente!
Comentó estas declaraciones una carcajada súbita, infantil. Salimos de la celda
previo ofrecimiento de avisar al novio, si le encontrábamos, de que su amiga le
esperaba con impaciencia. Y fue una semana después, a lo sumo, cuando leí la
noticia en los periódicos. Llevaba este epígrafe: Suceso novelesco. ¡Novelesco!
Vital, querrían decir: porque la vida es la grande y eterna noveladora.
Aprovechando quizá un descuido de los encargados de su custodia, presa de un
vértigo y aferrada a la idea de que era aire, Cecilia trepó hasta la
azotea de uno de los pabellones, se puso en pie en el alero y, exhalando un
grito de placer (realizaba al fin su dicha), se arrojó al espacio.
Cayó sobre un montón de arena, desde una altura de veinte metros. Quedó
inmóvil, amodorrada por la conmoción cerebral. Aún alentó y vivió
angustiosamente dos días. El conocimiento no lo recobró.
Su última sensación fue la de beber el aire, de confundirse con él y de
absorber en él el filtro de la muerte, que cura el amor.
Aire. Emilia Pardo Bazán (1851-1912)
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