Santiago Ramón y Cajal nació en Petilla de Aragón, el
1 de mayo de 1852 y contaba, por tanto, con apenas ocho años de edad cuando
pudo contemplar un fenómeno que le marcó para siempre y, quién sabe, muy
posiblemente despertara en él el ímpetu por el descubrimiento que le acompañó
el resto de su vida.
Se trataba de un eclipse total de Sol. Como nos
recuerda Alejandro Polanco Masa en el número 135 de Historia de Iberia Vieja,
el 18 de julio de 1860 estaba previsto que el norte de España fuera el
área de totalidad del eclipse, esto es, la franja de sombra óptima para
observar el fenómeno astronómico.
La fotografía, o más correctamente el daguerrotipo,
era un invento relativamente reciente y la posibilidad de obtener imágenes del
eclipse animó a muchos científicos a viajar a España. Uno de aquellos
astrónomos fue Warren de la Rue, que eligió cierto paraje de Álava para
realizar su observación.
El padre del futuro premio Nobel era un apasionado de
la astronomía y, acercándose la fecha del gran evento, dado que por entonces la
familia de Cajal vivía en Huesca, relativamente cerca de donde de la Rue había
instalado su campamento, decidió acudir a contemplar el eclipse.
Junto al asombro general del gentío, asistió Ramón y
Cajal con su padre al espectáculo natural: “El eclipse de Sol del año sesenta
había sido anunciado por los diarios y fue esperado por la gente con gran
impaciencia. Muchas personas, protegiendo los ojos con cristales ahumados, se
precipitaron hacia colinas donde podían observar el espectáculo con comodidad.
Mi padre me había explicado la teoría de los eclipses y yo lo había entendido
bastante bien”. Y el hombre que cambió la historia de la medicina confiesa:
“Llegó la hora anunciada y los cálculos se cumplieron
con exactitud. Para mí, el eclipse del sesenta fue toda una revelación. Comprendí que el hombre tiene en la ciencia un instrumento poderoso de
previsión y dominio.”
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