martes, 6 de septiembre de 2016

Palabras.




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Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos,
duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el
arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del
mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres
que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare
en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número,
a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían
suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en
indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura
y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se
estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin
encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del
sol en flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro
rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede
recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos
el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto,
buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que viven.
Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que
sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a
secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil
lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos
de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de
mis fiebres: ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis
exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí,
paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi
cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas
hay que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso
maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un
vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de
la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a
las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente
aumentadas por un manantial vivo.
¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi
inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque
sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo
quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de
frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un
manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros,
como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es
imposible.
No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se
sangra el cuerpo por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con
pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos
absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el
paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en
embrión que aventa por el aire la muerte, antes que su creador haya podido
pronunciar el flat lux que separa la claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de
mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que
os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a
fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y
cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que
contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una
vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El
sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las
gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber
qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre
fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica,
revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado,
con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar
arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin
que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la
nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis
engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron, en un alma que
pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora
a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones
más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado
equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido
acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.
Junio de 1868.

Gustavo Adolfo Bécquer
(1836-1870)

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