viernes, 9 de septiembre de 2016

Carta de amor. Antonio Gil de Zárate (1793-1861).








Hoy, en Prisma Gótico, nuestro autor, tras leer su carta, se delata como un idealista predilecto. Como muchos autores de la época sienten una gran predilección por lo absoluto, lo ideal, en conexión con la filosofía idealista. Por este motivo buscan desesperadamente la perfección, lo absoluto, lo cual explica, por una parte su necesidad de acción, su vitalismo, pero por otra, los anhelos insatisfechos que derivan en su frustración e infelicidad. Ese vago aspirar hacia un mundo superior al de las realidades sensibles y que la razón no acierta a definir, cristaliza a menudo en unos ideales concretos, que el romántico se impone como norte de su vida: la Humanidad, la Patria, la Mujer. Hacia estos objetivos concretos el hombre romántico dirige sus ardorosos afanes: el sentimiento filantrópico, el ideal patriótico y el amor, al que a menudo se le une un vago misticismo. Veamos si se aprecia.




Carta de amor
                              Madrid, a 12 de abril de 1844

      Estimada Señorita: La verdad es que me siento francamente asustado por el atrevimiento de dirigirme a usted sin conocerla lo suficiente ni contar con su permiso. La he visto pasar sus tiernas manos sobre las cabezas de los niños más pequeños de la clase, y he dicho para mí: He aquí una magnífica maestra enamorada de su profesión, perfecto dechado de lo que más hoy necesita nuestra patria: una escuela primaria pública que acoja a todos los niños de la nación, y maestros que sientan en sus venas, como un sacerdocio, el sentido de la enseñanza, libre de cualquier prejuicio religioso y de una escolástica abstrusa. Esto, añadido a la expresión de vida que usted ofrece, tan grata a la vista, tan plena de gracia y gentileza, que la hace merecedora del título de hermosa, ha sido bastante para desear contactar con usted, primorosa ninfa de las aulas de España, mediante las presentes líneas, que le ruego las acepte con la benevolencia y las disculpe misericordiosamente junto a su autor.


     Aunque haya sido capaz de escribir una obra de dos mil páginas sobre la historia de la instrucción pública en nuestro país, desde la Edad Media hasta este presente, ahora una dificultad de encontrar las palabras adecuadas para expresar mi pensamiento me cohíbe hasta el punto del arrepentimiento. Creo que estoy siendo castigado por mi imprudente osadía. Verá usted, señorita: Hace cosa de tres meses pasé en visita de inspección por la escuela elemental de la Plaza La Leña, que tiene la gracia de tenerla a Vd. como maestra, observando cómo solucionaba con gracia y con perspicacia los problemas escolares que uno supone cotidianos. Vd. pertenece como maestra al Plan de Estudios de 1824, redactado por el P. Martínez de La Merced, que aunque no sintoniza para nada con mi óptica liberal de la instrucción pública, mantuvo un buen sentido común en la enseñanza primaria, dotándola de materias de utilidad básica. Durante un instante sentí sobre mí su mirada de ternura infinita y su sonrisa franca, y en ese mismo momento sentí una enorme envidia de los parvulitos que todos los días se sienten protegidos por esa mirada y esa sonrisa. Así que ya sabe quién soy yo, Dña. Pilar. Y una vez lanzado a escribirle, siento la extraña sensación de no saber si me estoy ahogando o si nado en seco. Nunca me faltó desenvoltura para dirigirme a las damas, mas, ante Vd., sin que pueda explicarme el porqué, me siento aterrado. Y por otra parte, ardo en deseos de soltarle el chorro de mi admiración hacia su persona tan exquisitamente bella, tan armoniosa en su conjunto físico-profesional.

      ( Releo lo escrito y me llevo las manos a la cabeza, espantado de mi audacia de quinquagenario. ¿Qué es lo que le he dicho, Dios mío? He pasado de un salto el Rubicón de mis temores. Ya no puede haber vuelta de hoja. Estoy ante usted, ruborizado, descubierto. Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Ideo precor te…Oh, Dios, ¿dónde me esconderé? ).

      Distinguida Señorita: esta situación sólo tiene dos salidas: o me tiro al Manzanares, tan armoniosamente encauzado por los ingenieros ilustrados de Carlos III, o aguanto a pie firme lo que he dicho, como debe hacer un hombre que, en cierto sentido, está representando en este país, porque así lo ha querido nuestro Gobierno, la instrucción pública. ¿Qué prefiere Vd., Dña. Pilar?

De momento le ruego que me conceda una tregua antes de seguir adelante. Voy a tratar de abrir paso a la lógica para que usted no piense que soy un loco de atar. Lo cierto es que cuando llego a casa de trabajar mucho en el Ministerio de Fomento, se me empieza a caer la casa encima como supongo que a todo soltero no vocacional. Vivo solo. Aunque no del todo afortunadamente, me acompaña mi fiel criada palentina Remedios, que está conmigo desde que se murió mi madre, y puedo hablar con ella de algunas cosas concernientes a la limpieza, el planchado y la comida. Aunque ni eso, porque sabe ella mejor que yo cuáles son las necesidades de la casa y de mí mismo. Lo cierto es que necesito algo más que no me dan ni el Ministerio ni Remedios. Y de las muchas actrices que conocí en mi actividad de dramaturgo nunca tuve ningún amor serio.

      Ahora bien, no piense usted ni por un momento que esta carta obedece al deseo de salir de mi aburrimiento durante mi tiempo de ocio, domingos y fiestas. No, por favor, ni lo piense usted. Mi admiración a usted está determinada directamente por su encanto personal, por su belleza, por su delicadeza, y por su sabia disposición profesional. La verdad es que nunca he tenido novia porque nunca he parado de trabajar en el teatro, en los periódicos o en la política nacional, y tampoco me acucia realmente el deseo de tenerla. Pero en cuanto la vi a usted por primera vez quedé prendado de su belleza y de su muy subrayada vocación de maestra, y desde entonces el perfil de su esbelta silueta no se aparta un momento de mi recuerdo, y el eco de su voz es a mi oído lo que la brisa al bergantín velero. Sé que por edad podría ser su padre, pero ¿qué quiera que le diga a usted? Abro mi corazón sin intención de comprometerla nada a usted.

      En fin, ya lo he dicho. Me llamará usted loco, pensará que no estoy en mis cabales, que me aquejan ya los delirios de la vejez, que debería releer las obras de teatro de Moratín para volver a cerciorarme de lo que le pasan a los viejos enamorados. Todo es posible, pero ya no pienso detenerme hasta el final. Las flores saludan al sol abriendo sus capullos, yo saludo a la maestra más hermosa del mundo con un hondo suspiro; como la rosada aurora despierta al cuerpo que duerme, así su dulce recuerdo acelera los latidos de mi corazón. Me imagino recorriendo las riberas del Manzanares tratando de alcanzar un jirón de niebla para confeccionar su vestido de novia. Vivimos tiempos en que vencen los sentimientos.

      Pero no se asuste. No voy a comerla. Comprendo su sorpresa. Sin venir a cuento la he rodeado a usted de un amor del que no podrá escapar. Tómelo usted a risa, si le place. Lo importante por ahora es que conozca mis sentimientos hacia usted. Hablo con el corazón en la mano, y no puedo negar que me siento avergonzado por el atrevimiento que supone dirigirme a usted de manera tan súbita y apasionada. Por favor, perdóneme usted, no es mi intención ofenderle.

      Más que en mi valimiento personal confío en la intensidad de este amor que me devuelve a la juventud para obtener de sus labios el “sí” que me abrirá las puertas del paraíso. No valgo nada, ya lo sé. Mas es tan grande mi amor que me puedo comparar en mi metamorfosis alquitarada por el ímpetu amatorio al joven y hermoso Galaad, caballero de la Tabla Redonda, de quien se dice que tenía la fuerza de mil hombres, porque su corazón era virgen. Tal como el mío.

      No le pido que conteste a mi carta. Bastará que me dirija una sonrisa cuando pase por mi lado al salir de la escuela para saber si su joven corazón de garza se muestra receptivo a mis confidencias amorosas.
      Necesitamos conocernos, necesitamos ver en nuestros ojos la verdad de nuestros sentimientos. El amor llega suave como la brisa o violento como el huracán. No temas nada de mí. Hablaremos de ti y de mí, de tu familia y de la mía, de las peripecias de tu joven vida y de las grandes experiencias de mi larga vida, de nuestros sueños. Y sentiremos la complacencia mutua de haber acertado en la elección. Como mínimo, quedaremos amigos; eso, desde luego, aunque responda con un rotundo NO a mi pretensión de enamorado. Pero Vd. es, además de buena y hermosa, generosa, y me dará el SÍ rubricado con el deslumbrante garabato de su sonrisa.
   

   Besa su mano de Vd. su seguro servidor,
    

  Antonio Gil de Zárate.



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